Abastos de noche, abastos de día

Abastos de noche, abastos de día

Un oscuro juego de póker gobierna el corazón de Corabastos

POR: JUAN CAMILO MALDONADO - FOTOS: ALEJANDRO OSSES

I.
2:00 a.m.

—Hermano, no vaya a sacar esa libreta porque me meten un tiro.

El Rector me arroja una mirada nerviosa cuando ve que meto la mano en la mochila para agarrar el cuaderno. Son las 2:00 de la mañana en punto y me acabo de montar en su carro, un modesto coupé de un color oscuro que no alcanzo a detallar, para comenzar la ronda que me había prometido el día en que nos conocimos: un tour de incógnito y descarnado de una  hora por las calles, bodegas y callejones de Corabastos, la central de acopio de alimentos más importante del país. Cuarenta y dos hectáreas de cemento colmadas de frutas, verduras y legumbres. Treinta y dos bodegas atestadas de costales y colores. 250 mil personas, 12 mil vehículos, 6.000 comerciantes y 4.200 toneladas de alimentos transadas a diario. La gran despensa nacional, la mega alacena, la Fuente Nutriente de más de 12 millones de colombianos.

Al Rector lo bauticé así pues buena parte de su negocio consiste en proveer de alimentos a los restaurantes de colegios del norte de Bogotá. Es un hombre nervioso y entrado en años que al hablar se come las sílabas, en especial cuando se refiere a las dinámicas de Corabastos. Es un dejo que comparte con todos en este negocio. En la gigantesca central de acopio, todos hablan al galope, hacen cuentas al galope, negocian al galope, como si el éxito en las ventas residiera en el talento para hablar a velocidades crípticas.

—Póngame cuidado, mire todas las gabelas que le dan a cierta gente. Este es un mundo de privilegios…

Un día atrás había llegado a la casa de El Rector, recomendado por un exfuncionario del Distrito que conocía muy de cerca las difusas dinámicas que gobiernan la central de abastos. No había terminado de saludarme cuando ya me estaba sometiendo a un interrogatorio policial, en el que se repetía la misma pregunta: “¿Qué periodistas amigos tiene?”.  Le dije que pertenecía al gremio. Que buena parte de mis amigos son periodistas. Insistió en anotar los nombres para los medios en los que había trabajado. “Puede que lo necesite más adelante”, me dijo.

Se notaba que El Rector sabía jugar el juego de Corabastos. El póker de los alimentos. Un complejo submundo diseñado a finales de la década del sesenta, durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, e inaugurado en 1972 con la misión de resolver el grave problema de abastecimiento que padecía Bogotá luego de dos décadas de intenso crecimiento demográfico. Como muchas otras soluciones bogotanas, Corabastos funcionó al comienzo y por más de una década, incluso como marca. El sistema diseñado por expertos de la Universidad de Michigan y la Organización de Naciones Unidas para los Alimentos (FAO) aseguró la llegada de alimentos a los hogares bogotanos, y transformó los hábitos de consumo de la capital.

Pero como al resto del país, a Corabastos también le pasaron los ochenta por encima. Y el aumento desbordado de la población, más el conflicto y el narcotráfico, la convirtió en un nodo determinante de la guerra. Lógico: tanto la coca como el comunismo tenían sus retaguardias en el campo, así que las líneas de abastecimiento alimentario se transformaron en vasos comunicantes y operativos de los guerreros y los criminales con la capital.

—Esto se puteó en el 85 cuando llegó de gerente Álvaro Cruz— me dijo El Rector, refiriéndose a el exgobernador de Cundinamarca, hoy condenado por su participación en el carrusel de la contratación en Bogotá—. Fue Cruz quien empezó a arrendar los aleros, los callejones y los parqueaderos, y esto se volvió una anarquía.

Desde entonces, a Corabastos la gobernaron y se la disputaron todos: la guerrilla, los paracos, los esmeralderos, los narcos. Y aunque en los últimos años la violencia ha mermado considerablemente, El Rector insistió el día en que nos conocimos que la central seguía sometida a una gobernanza oscura, compleja y paralela.

—¡Es un gran templo de la ilegalidad —soltó con mirada inquisidora—. A través de sus negocios tan bonitos, mucha gente pasa de agache. Allá impera la informalidad: tributaria, laboral, bancaria… ¿Y el Estado? Se hace el huevón, porque utiliza Corabastos para poner sus fichas clientelistas y hacer plata con contratos como los de la seguridad y la electricidad.

El Rector hablaba con rabiosa amargura, como si llevara perdiendo las manos en el juego.  En este póker masivo, cuya última instancia es una junta directiva de siete puestos en la que se sientan dos representantes del Ministerio de Agricultura, uno de la Gobernación de Cundinamarca, uno del Distrito y tres de los 6.000 comerciantes que son dueños del 47% de las acciones de la entidad. Un una junta que gobierna un sistema roto. Averiado. Costoso. Para el consumidor, y sobre todo para el productor, nuestros 3.5 millones de campesinos.

Un detallado diagnóstico de la FAO realizado en Antioquia determinó que los sistemas actuales de abastecimiento de alimentos solo le dejan al campesino entre un 7% y un 11% de las utilidades generadas en el negocio agrícola. El resto queda en manos de las grandes superficies y los numerosos intermediarios que llevan los alimentos a las centrales mayoristas (Corabastos en Bogotá; Central Mayorista de Antioquia en Medellín; Cavasa en Cali). Convertidas en voraces agujeros negros, las centrales son hoy el “principal destino de productos desde las áreas rurales, muchos de los cuales regresan a las zonas de origen para satisfacer la demanda local (a un precio muchísimo mayor)”, reza el informe.

También son las centrales uno de los nodos de una cadena perversa que explota a nuestros campesinos y afecta nuestros bolsillos. Cualquiera que haga el dispendioso ejercicio de registrar los precios de venta de un producto, desde la casa del campesino hasta la caja registradora de un supermercado, podrá constatarlo. Según un periodista del diario El Tiempo, que en 2016 hizo la tarea, el precio que paga el consumidor por un kilo de papa pastusa es 85% más costoso que el dinero que recibió el campesino que lo produjo.  

Concluye El Tiempo: “Mientras al papero le compran a 1.368 pesos por esta cantidad, en Corabastos se vende esa misma, en segunda instancia, a 1.600 pesos, a su vez en el Éxito de Ciudad Salitre se cobra a 2.533 y en el Frutiver 1A de la calle 108 con avenida Suba (Puente Largo) cuesta 2.680 pesos”.

“En 2012 intentamos reformar eso desde adentro, pero nos derrotaron”, me contó un antiguo funcionario de alto nivel de la administración de Gustavo Petro. La Alcaldía se había aliado con el Ministerio de Agricultura y habían conseguido que uno de los tres representantes de los comerciantes de Corabastos les diera mayoría para elegir a un gerente reformista. Pero el entonces gobernador Álvaro Cruz —el corrupto que, según El Rector, descarriló administrativamente a la central en los años ochenta— logró reversar la voluntad del comerciante descarriado y bloqueó la reforma.

El Rector está convencido de que detrás de ese fiasco se movieron grandes sumas de dinero. Me lo dice mientras caminamos en esta madrugada helada entre las bodegas de la central. Me lleva a paso apurado. La misma carrera de los coteros, hombres grises, sucios, flacos y desdentados, que se cruzan con nosotros con bultos y cajas apiladas. Los coteros son un emblema de Corabastos, hombres y mujeres encargados de cargar sobre su espalda la mercancía y trasladarla del vendedor al comprador.  Hormigas de la central, entregadas a una marcha atlética de equilibristas entre bodegas y camiones.

Son poco más de las 2:00 de la mañana. Corabastos arde. El Rector me explica que, según las reglas de la Central, la carga sólo puede entrar de 11:00 pm a 2:00 am. Miles de camiones provenientes de todo el país tienen tres horas para ingresar y descargar. Yucas chirosas de Armenia, piñas dulces del llano, mazorcas tiernas de la sabana. Ocho tipos de huevos. Seis de queso. Nueve de papa. Unos 180 productos distintos, según el boletín diario de la Central. Una instantánea que, a primera vista, podría mostrar una especie de  paraíso de la diversidad, pero que en realidad presenta un panorama bastante limitado de la despensa nacional, donde, según el Instituto Humboldt, hay cerca de 400 especies de plantas nativas comestibles, y solo en cuanto a la papa, el banco de germoplasma de la Corporación Colombiana de Investigación Agropecuaria (Corpoica) registra 250 variedades.

Excepto algunos productos y algunos tipos de transacciones, todos tienen que estar adentro y contados antes de las 2:00 a.m. Entonces sobreviene una hora de calma. Una sola hora para revisar de nuevo el número de camiones que ingresaron. O el número de bultos de un producto, que es casi lo mismo. Y hacer los cálculos. Quince camiones de cebolla larga.  Diez camiones de ajo. Con eso basta para determinar los precios. Y luego dejar limpias las plataformas para la entrada de los compradores, a las 3:00 am en punto, una peregrinación eterna de camiones y camioncitos, de carros desvencijados, de carretillas y hasta balineras, apostados hasta ese momento con paciencia, adormecidos, para luego desfilar durante toda la madrugada y surtir luego cada tienda de barrio, cada plaza de mercado, cada carrito de frutas en cada esquina, cada supermercado de enfrente, y cada restaurante en Bogotá o en Apulo, en Villavicencio o en Villeta, activando en las primeras horas de la mañana a la gran máquina que lo alimenta todo en el centro de las montañas de Colombia.

El Rector me había citado justamente a esa hora para mostrarme que en Corabastos nada funciona como se debe. A paso de cotero, el hombre lanzaba denuncias al aire mientras yo intentaba capturar imágenes mentales en la penumbra.

—Mire las gavelas que tienen los fruver— dijo primero, señalando a los camiones de los muchos almacenes  especializados en venta de frutas y verduras que en los últimos años se han tomado Bogotá—.  Los dejan entrar antes de que ingresen los compradores, y les permiten comprar directamente del camión, sin pasar por la bodega.

—Y mire cómo están descargando la cebolla en la plataforma para luego venderla ahí mismo. Eso tampoco se puede. Los cebolleros llevan tiempo protestando porque los están dejando sin ventas en las bodegas.

—¿Si ve ese cambuchito? Así no lo crea, ese señor que está debajo controla todo el aguacate.

—Y por allá hay otro que ha controlado siempre el 80% del ajo. Quien le compita, se quiebra.

—Y acá, fíjese en este local. Era de un amigo: le cedió a otro tipo el contrato de arrendamiento por 1500 millones de pesos. Obvio que eso no queda registrado en ningún lado. En ningún registro. Se lo pasaron de mano en mano.

El rector continuó por un buen rato con su memorial de agravios: contratos para el mantenimiento de la malla vial amañados, edificios terminados a medias, sobrecostos en los techos de las bodegas...  De repente se detuvo. Eran las tres. Comenzaba la compra. Se dio la vuelta y me ordenó que me fuera.

—Con cuidado —concluyó— que a esta hora comienzan los atracos.

 

II.
6:00 a.m.

Volví a Corabastos quince días después acompañado de nuestro fotógrafo y amigo Alejandro Osses. A través de la oficina de prensa de la central, nos permitieron ingresar de día a tomar las fotografías que acompañan este artículo. Para garantizar nuestra seguridad —además del miedo que ya me había metido El Rector, en varios artículos que revisamos previamente se hablaba de la hostilidad de los comerciantes hacia los periodistas— solicitamos chalecos distintivos de la entidad.

Los chalecos tuvieron un efecto mimetizante. Como si entráramos al territorio de una especie peligrosa que pasta tranquila, revestidos con su propia piel, el peto verde azulado y naranja brillante nos permitió caminar con seguridad entre los locales.

—¿Ustedes trabajan en Corabastos?

—No, somos periodistas y queremos entender el negocio de la comida en Colombia.

—Pues aquí está malo. Aquí se han bajado las ventas un 50% desde que entró Santos.

Si a las dos de la mañana Corabastos latía agitada por la previa a la apertura de las puertas, a las seis de la mañana aún se sentía el afán de aquellos compradores de último minuto que se movían agitados buscando comprar con rapidez antes que la escasez subiera los precios.

Maíz en Abastos por Alejandro Osses

Cada bodega era un mundo, dotada de la personalidad de su respectivo producto. Arrumados en enormes ramilletes, los ajos formaban muros púrpura y rugosos detrás de los cuales se apostaban los vendedores. Las pirámides de mazorcas sabaneras, apiladas con un intrigante sentido geométrico, competían unas con otras por llamar la atención de los minoristas. En el pabellón de la cebolla larga, el aire corría agrio y fresco, mientras los manojos de cebollas se asomaban por centenas, como si se tratara de una gran bodega de pelucas color verde menta.  

En medio de tanto color y tanto aroma, avanzamos escuchando la misma queja.

—Aquí la canastilla de 22 kilos de mango Tommy llegó a estar a 110 mil, y ahora a duras penas llega a 55 mil.

—El melón anda por 13 mil y no hace poco que estaba a 45 mil.

—Aquí las ventas están bajas y están malas, ¿y los políticos? ¡Atropellan el agro y luego culpan a Corabastos!

Una mujer entró de repente en una de las bodegas donde un grupo de operarios limpiaba cientos de papas boyacenses. El sitio parecía una fortaleza de paredes oscuras, carbonosas, que eran sin embargo refrescadas por un olor a tierra húmeda que parecía mentolada. La anciana ingresó al salón dando pasos pequeños, con una bolsa de fibra al hombro. Entró como un fantasma. No miró a nadie. Absorta, como si fuera un espíritu que recorre su propio circuito, dio una vuelta entre los operarios, recogió dos, tres, cinco papas abolladas que descansaban olvidadas en el suelo. Y luego, despreocupada y absorta, salió como levitando sobre el piso.

No fue la única persona que vimos ese día hacer mercado entre los desperdicios.

Afuera, en un pequeño contenedor frente a una de las bodegas de frutas y verduras, un hombre de mediana edad, de bigotes y ropa sencilla, clasificaba concentrado las pocas uchuvas en buen estado que habían sido desechadas por los vendedores. Nos dijo que se llamaba Gonzalo y que cada semana venía a esculcar la basura de la central porque el médico le había dicho que el jugo de uchuva era la única forma económica para aliviar un problema de ojos llorosos que lo aflige hace varios años. Gonzalo suele recoger las frutas con paciencia de entre la basura, y luego en su casa se echa el jugo en los ojos.

Según el DANE, Corabastos genera cien toneladas diarias de desechos. De estas, según cifras de la Sociedad de Agricultores de Colombia, 4.5 toneladas corresponden a comida desperdiciada. Una cifra delicada para la capital de un país en el que 10% de los niños padece de desnutrición y 54,2% de la familias presenta algún grado de inseguridad alimentaria.

De cara a la ciudad, los desechos parecen hoy ser el tema más crítico de Corabastos. Según denuncias de Noticias Uno y Semana Sostenible, la central sigue sin poder terminar una central de manejo de residuos. Su plan B —construir un centro provisional en uno de sus parqueaderos— le ha generado todo tipo de cuestionamientos. En especial, porque la basura allí acumulada ha generado una enorme cantidad de lixiviados —desechos líquidos, altamente tóxicos— que podrían filtrarse y contaminar las fuentes hídricas que rodean la zona, entre ellas el humedal de La Vaca.

Sin embargo, el día de nuestro recorrido matutino, verifiqué que ni la basura ni la seguridad alimentaria eran la principal preocupación de los comerciantes de la central. Tal como lo había denunciado El Rector, lo que sí parecía alterar a los comerciantes, además de los bajos precios de los productos, eran las dinámicas informales de transacción que, me aseguraron, se llevaban a cabo frente a las plataformas de abastecimiento, sin cumplir con las reglas de la central y afectando a los vendedores de las bodegas.

—Esto es una desorganización la berraca. Aquí todas las bodegas van a comprar en plataforma, y los viajes los reparten donde les da la gana— me dijo un hombre mayor, que esperaba junto a uno de los cientos de bultos de cebolla larga, a que llegaran a comprarle su producto en la bodega, como dicta la norma..

—¿Y por qué no denuncia?—le pregunté.

—Aquí usted no puede andar diciendo cosas. Mucho menos solo. Yo no me los quiero echar de enemigo.

Es cierto que en Corabastos las cosas han mejorado. Un guarda, por ejemplo, me aseguró que hace dos años no asesinan a nadie dentro de la central. Sin embargo, en medio del caos masivo y efervescente que se respira a diario entre sus callejones, resulta evidente que aún hoy la central obedece a patrones de gobierno informales. Mundos paralelos, cuyas redes y estructuras son difusas, escurridizas. Ese día me confirmaron, por ejemplo, que hay una familia que controla el ajo. Me hablaron de “los cuatro duros de la mazorca” y de los dos “señores” que controlan el precio del mango de azúcar.

¿Cómo funcionan esas redes y dinámicas? Habría que invocar a Roberto Saviano o a Gunther Wallraff y pasar una buena temporada inmerso en este gigantesco submundo colombiano, empleado como cotero o al servicio de un cosechero, para comprender las verdaderas dinámicas que lo gobiernan.

Con estas preguntas dejé ese día Corabastos a eso de las 8:00 a.m. A la salida, un enorme pendón sobre el edificio rezaba: “En Corabastos NO SE ACEPTA la intermediación que desfavorezca a nuestros productores”.

Recordé entonces una frase que me había dicho un cosechero minutos atrás:

—Eso es mejor que el campesino no venga por acá. Llega y cualquiera lo roba, porque no sabe negociar.  

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